Había una vez un hombre que sentía una pasión desmedida por las alubias estofadas. Le encantaban, pero siempre le producían unas enormes flatulencias inmediatas. Un día, conoció a una chica y se enamoro de ella. Cuando estuvo claro que pronto se casarían, pensó: "Es una chica tan dulce y delicada que nunca soportaría este comportamiento." Así que hizo un supremo sacrificio y dejo de comer alubias. Poco después se casaron.
Unos meses mas tarde se le estropeo el auto mientras volvía del trabajo y, como vivían en el campo, llamo a su mujer y le dijo que llegaría un poco tarde, ya que tendría que ir caminando. Por el camino paso cerca de un café y le llego un abrumador aroma a alubias estofadas, pensó que podría liberarse de sus tremendos efectos antes de llegar a casa y se detuvo en el café. Antes de volver a la carretera se comió tres raciones dobles de alubias estofadas.
Durante todo el camino a casa fue tirándose pedos y, al llegar, se sintió razonablemente seguro de que había soltado hasta el ultimo gas. Su mujer parecía agitada y nerviosa y exclamo, encantada: "Cariño, esta noche te he preparado una deliciosa sorpresa para cenar." Entonces le vendo los ojos y lo condujo a su silla en la cabecera de la mesa. Se sentó y, justo cuando iba a quitarle la venda de los ojos, sonó el teléfono. Ella le hizo prometer que no se quitaría la venda hasta que volviera y se fue a contestar la llamada.
Aprovechando la oportunidad, basculo sobre una pierna y se tiro un pedo. No solo fue sonoro, sino apestoso como huevos podridos. Cogió la servilleta de su regazo y abanico vigorosamente el aire de su alrededor. Las cosas ya se habían normalizado cuando sintió que una nueva urgencia le acuciaba, así que se ahueco en la otra dirección y soltó otro pedo. Este fue de campeonato. Siguió así otros diez minutos, mientras escuchaba la conversacion que tenia lugar en el vestíbulo, hasta que las despedidas al teléfono le señalaron el final de su libertad. Se coloco la servilleta en el regazo y cruzo los brazos, sonriendo satisfecho, y cuando su mujer regreso disculpandose por haber tardado tanto, era la viva imagen de la inocencia.
Le pregunto si había espiado y el, naturalmente, le aseguro que no. En ese momento ella le quito la venda de los ojos y vio su sorpresa: sentados a la esa estaban los doce invitados a su cena de cumpleaños.
-Leyenda que gano cierto respeto cuando Carson McCullers la incluyo en su novela de 1940 "El corazón es un cazador solitario"-